jueves, diciembre 09, 2004

Peras

Hoy después de cerca de 6 meses de ausencia he decidido retomar mi participación en este espacio. Realmente, me vi presionada ante la insistencia de Canales y decidimos experimentar algo. El chiste es que él debía de decir una palabra y yo escribir algo al respecto. Bueno, pues el buen Iván decidió complicarme la situación y eligió la palabra "Pera".
Curiosamente, la idea no tardó en llegar. He aquí el resultado, que no pretende ser magnífico, sino sincero y relativamente anecdótico ...
Todos los fines de semana durante mis primeros once años de vida hacía un viaje en carretera con mis papás. Mis abuelos maternos, oriundos de Cuernavaca, tenían una casa que solía pertenecer a los padres de mi abuelo y que siempre ha representado en mi cabeza el lugar ideal para vivir. Y es que, en general, Cuernavaca es un lugar que evoca la maravilla. Bugambilias, tabachines, jacarandas llenan mis recuerdos junto con un suave olor a tierra mojada y a un desayuno de tacos de tortilla azul con chicharrón y aguacate.
Viajábamos los viernes de nuestra casa en el centro de Tlalpan (Distrito Federal) a la casa de mi abuelo en la mítica calle de Álvaro Obregón, con el número 353B, en la colonia La Carolina de Cuernavaca. Regresábamos los domingos en la noche, cuando era obligatorio bajar la ventana del coche y oler el penetrante aroma de pino que llena el trayecto.
Si era afortunada hacíamos una parada en la mitad del camino. En un pueblo llamado Tres Marías donde toda la gente tiene chapas rojas en las mejillas del frío continuo y donde se preparan las mejores quesadillas sobre la faz de este planeta. Ya sea de queso, champiñones, hongos, cuitlacoche, flor de calabaza, el sabor es fantástico y si se acompaña con champurrado, mejor.
Sin embargo, la magia de ese viaje semanal y siempre nuevo, se veía amenazada por un único momento de temor. A 10 minutos de la llegada a Cuernavaca se presentaba ante nosotros el lugar de los mitos más terroríficos sobre accidentes automovilísticos: tráilers, motos, coches volteados, caídos al barranco o envueltos en aparatosos choques. El sitio, una curva, de extremo peligro por sus dimensiones y lo cerrado de su forma, es llamado "La Pera". Nunca me tocó experimentar algún accidente, pero las noticias sobre ellos eran constantes y el paso por ahí siempre precavido. Hoy, cuando vuelvo, la impresión es mucho menor, la señalización vial incluso podría calificarse de excesiva y los sistemas de ayuda eficaces y pendientes. Aún así, la inquietud que me provoca el paso por ese pequeño sendero de medio minuto permanece y a la vez, alimenta de aquello que viví por once años a manera de hábito y que, una vez interrumpido, se ha vuelto un recuerdo demasiado preciado.